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Número 9, año 2019
Revista Catalana de Museologia

Reseña: “El museo de ciencia transformador”

“Un ensayo a favor de la relevancia social del museo de ciencia contemporáneo”, Autor: Guillermo Fernández

Fecha publicación: 22/03/2019


Actualidad

Fecha publicación: 22/03/2019

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Abstract

No encontraremos muchas publicaciones con una clara voluntad de ser accesibles a todos los interesados con una tan amplia mirada al mundo de los museos de ciencia. Es un libro autoeditado, que presenta unas características de estructura, lenguaje, maquetación e ilustración que a menudo no se hallan en publicaciones convencionales. Se puede adquirir en papel a través de la plataforma Amazon, pero también se puede leer en línea de forma totalmente gratuita en la web que el autor ha hecho ex professo. (Aprovechad para leer los mensajes de su blog.) Estructurado en seis capítulos, se puede leer en el orden que se quiera, ya que cualquiera de ellos tiene entidad por sí mismo. Sin embargo, aconsejo que se haga una lectura secuencial, porque la narrativa utilizada lo merece, y ofrece una panorámica completa del mundo de los museos de ciencia.

Reseña

 

Los dos primeros capítulos son los más extensos, ocupan más de la mitad del libro porque son los que sirven al autor para definir los fundamentos de las tesis que desarrolla a lo largo de todo el texto. El primero, «El museo de ciencia transformador quiere ser necesario», se centra en la definición de las características de los diferentes lenguajes de comunicación y de las específicas del lenguaje museográfico y de sus recursos propios, y es el núcleo central, al cual dedica la mayor parte de las páginas. En el segundo, «El museo de ciencia transformador quiere ser relevante», propone una clasificación de los museos según sus funciones (conservador, turístico, del entertainment, temático o transformador) y profundiza en la función educadora de la experiencia museística de este último, que no necesita importar medios desde otros lenguajes. Destaca la importancia de la mediación humana en la actividad educativa, siempre que esté relacionada con la experiencia museística y no sea ajena a ella, como sucede demasiado a menudo.

«El museo de ciencia transformador quiere ser...» «singular», «sostenible», «compartido» y «eficaz» son los títulos del resto de capítulos del libro, en los que Guillermo Fernández desgrana valoraciones, descripciones y propuestas sobre la investigación y la innovación, su gestión y su planificación estratégica, la participación ciudadana y la equidad en el acceso y la evaluación de su impacto social. Excelente comunicador, muy conocido en el mundo de los museos de ciencia de Cataluña y de España, muestra en el texto toda su experiencia en el ámbito de la museografía científica y la gestión estratégica. La virtud del libro es que aporta una visión totalmente nueva y provocadora que, con toda certeza, hará reflexionar a fondo y cuestionar muchas de las prácticas actuales de los museos de ciencia y, por extensión, de todos los museos. Su intención es provocar la reflexión sobre el presente y el futuro de los museos de ciencia y recibir el feedback de los lectores que solicita explícitamente en la presentación que hace de su trabajo en su web. Unos museos que, a pesar del gran crecimiento que han sufrido en los últimos veinticinco años —o quizá por eso mismo, porque se han multiplicado por diez—, sufren una deriva más hacia entidades de entretenimiento y ocio, que como entidades culturales con una finalidad de relevancia social.

Este es el núcleo de su aportación, la visión del museo de ciencia como institución con voluntad de intervención social, y de aquí viene el título: El museo de ciencia transformador. El autor explica en el preámbulo que toma prestado este concepto del libro Som educació. Ensenyar i aprendre als museus i centres de ciència: una proposta de model didàctic,(1) donde se propuso por primera vez. Para los que participamos en aquella propuesta, es un honor que Guillermo Fernández la haya adoptado y la divulgue con este libro, porque no podríamos tener mejor propagandista. Pero el autor amplía la concepción del museo transformador mucho más allá. Si nosotros nos ceñíamos al ámbito de la didáctica en la educación museística, él lo expande a todas las funciones del museo y, sobre todo, al papel que el lenguaje museográfico puede ejercer en este sentido.

Reivindica el papel de la exposición como vehículo de comunicación por excelencia del museo y describe las que, a su parecer, son las orientaciones que se pueden encontrar en las exposiciones actuales: en el diseño gráfico, en el diseño audiovisual e infográfico o en el interiorismo. Pero del mismo modo que la película es el producto comunicativo del lenguaje cinematográfico, la exposición lo es del lenguaje propio del museo, el museográfico. A diferencia del primero, sin embargo, la exposición debería fomentar la experiencia compartida colectivamente, la conversación in situ, y, demasiado a menudo, aparecen elementos pensados para un uso individual. Así, dice el autor, se ha hecho un uso excesivo de la mal entendida interactividad como sinónimo de manipulación y no como sinónimo de lo que tendría que ser: una experiencia colectiva, de diálogo intelectual con los elementos museográficos:

  • «Un museo que tiene un puntal básico en la experiencia estética y emocional, y también en las dinámicas sociales y afectivas que se verifican entre compañeros de visita, con la conversación y el dialogo [...] como proceso y producto de una experiencia intelectual muy singular, que se irá complementando con otras experiencias intelectuales que tendrán lugar fuera del museo, durante la vida cotidiana». (p. 55)

El texto está repleto de reflexiones y de analogías como estas, muchas veces en forma de notas al pie, tan interesantes como el cuerpo principal, y no se pueden pasar por alto.

El concepto de museo de ciencia, tal y como lo entendemos hoy, es muy nuevo, a pesar de que algunos museos tienen una historia, en algún caso de centenares de años. Paradójicamente, parece como si hubiéramos vuelto al tiempo de los gabinetes de curiosidades del siglo XVIII, que tenían una voluntad claramente divulgadora. Después, los museos de historia natural y de máquinas se convirtieron en garantes de las colecciones, es decir, tuvieron una finalidad principal de conservación, y hoy esta finalidad se ha convertido en un medio para alcanzar el auténtico objetivo del museo: la educación. Pero en el texto del libro no se entiende la educación como sinónimo de escolarización, puesto que el museo de ciencia ya no enseña el conocimiento, sino que lo construye con la ciudadanía. Es decir, es un actor de relevancia social esencial, tal y como se expresa en el subtítulo, un actor con voluntad de transformación social.

Tanto el museo patrimonial como el centro de ciencia, un concepto que nació a mediados del siglo XX, tienen la exposición como medio de comunicación idóneo para que la experiencia museística del visitante sea única y singular. Es una experiencia que parte de la fascinación que produce en la persona —están en juego las emociones— y que genera la conversación con los acompañantes. Esta es la gran diferencia entre la experiencia museística y la de otros medios de comunicación y formación: en el museo el visitante suele compartir sus vivencias con los demás y a menudo de una forma intergeneracional. «La visita al museo es una experiencia compartida que tiene mucho que ver con el concepto de colectividad», afirma el autor en la página 53. Y si esto no pasa —y no pasa demasiado a menudo o no con la intensidad que sería preciso—, es porque en la actualidad no se investiga en el lenguaje museográfico desde el propio museo, ni por los propios técnicos del museo. Desde la segunda mitad del siglo XX, esta investigación museística ha sido olvidada y se ha generalizado la copia de un modelo que, si bien fue exitoso en su momento, tiene ya casi cincuenta años. Se ha renunciado a él en favor de los estudios de diseño y de arquitectura, y de especialistas ajenos al museo, que son los que conciben y realizan lo que es propio del museo, lo que es su core business, su principal cometido.

La apuesta por la I+D+i en el museo, y hecho por el propio museo, es clara. Y en este sentido lo que en el libro se propone son algunos elementos que pueden ayudar. Un de ellos es la clasificación de los recursos esenciales que componen el lenguaje museográfico en los museos de ciencia, que, aunque sencilla, es altamente clarificadora, según dos variables: la tangibilidad y su forma de plasmación. En un cuadro claro y muy comprensible (p. 64), se encuentran así los cuatro recursos básicos: la pieza (objeto auténtico), la experiencia (fenómeno auténtico), el modelo (objeto representado) y la metáfora (fenómeno representado); de cada uno de ellos, hace una exhaustiva descripción.

Todos estos recursos son cada vez más utilizados tanto por los museos patrimoniales como por los centros de ciencia, en una convergencia y complementariedad que los acerca cada vez más. Los museos de colecciones incorporan fenómenos y los centros de ciencia objetos, de modo que muchos de estos últimos ya se designan como museos. Es una convergencia que también se produce en el nivel del diálogo disciplinar con una intervención cada vez más intensa de disciplinas antes consideradas foráneas, como lo puede ser el arte, entre muchas más. Otra de las grandes reivindicaciones del libro es precisamente esta: la necesidad de profundizar en este diálogo, de modo que los museos —de ciencia, de arte, de historia…— vayan perdiendo su adjetivo, «para orientarse hacia un enfoque museográficamente holístico: museos polímatas liberados de encorsetamientos curriculares o disciplinares» (p. 200).

Un museo de ciencia contemporáneo, que utiliza el lenguaje museográfico para convertirse en transformador, no puede hacerlo a partir del autodidactismo, y es necesario que se profesionalice. Pero no podrá hacerlo mientras gran parte de sus profesiones esenciales sean externalizadas en exceso, un fenómeno demasiado extendido y que el autor denomina sobreexternalización. Y en una nueva analogía esclarecedora, dice que es como si un restaurante de autor externalizara su cocina y la substituyera por un catering industrial, no se entendería. Tampoco debería entenderse, pues, que funciones esenciales del museo, como la educación, por poner un ejemplo, estén externalizadas.

El texto denuncia que la gestión de los museos ha sido invadida por propuestas que provienen del mundo del marketing vinculadas a la ideología neoliberal. Una gestión que actúa aproximándose más a la producción industrial, como el catering del ejemplo anterior, que a la artesanía, como la cocina del chef. En el libro se pronostica que si no se cambia este planteamiento —prioridad al entretenimiento, cuantitativismo…—, se tambalea el futuro del museo de ciencia, ya que, fuera, existen muchos otros organismos con mucha más capacidad —centros comerciales o parques temáticos—, que siempre lo harán mejor. Se plantea que el museo de ciencia transformador debe aproximarse más a una gestión artesanal que a una industrial. Una gestión en la que la cantidad —cuántos visitantes, cuántas actividades, cuántas exposiciones…— no fuera el único parámetro de valoración.

Y entramos así en un terreno fuertemente conflictivo, el de la evaluación. Guillermo Fernández se queja —una queja que comparto— del excesivo cuantitativismo que, por la adopción de técnicas evaluativas externas, sobre todo de marketing, impera en los museos. Las únicas medidas del éxito del museo de ciencia suelen ser la de lo atractivo que es —cuanta gente acude a él— y la de lo que gusta —el grado de satisfacción—, que, aunque si bien son importantes, no dan la medida de si el museo es influyente socialmente. En muchos casos «seguramente se ha pensado que cualquier proyecto, solo por el hecho de ser socialmente bienintencionado, ya tiene asegurada una repercusión positiva o cuando menos, loable» (p. 215). En otras ocasiones, se utilizan formas sorprendentes de obtener valoraciones, como pueden ser las opiniones de amigos, parientes o políticos próximos a los directivos. En todo caso, el autor formula que el museo de ciencia con intención transformadora «pondrá siempre mucho más interés en meter mucho museo en las personas, que muchas personas en el museo» (p. 219). No es fácil, en absoluto, pero se tiene que hacer si se quiere tener relevancia social.

La evaluación debe formar parte de la planificación estratégica del museo: qué se quiere conseguir aplicando los instrumentos de evaluación correspondientes. Frecuentemente, se actúa al revés, se evalúa si lo que se ha hecho sirve para algo sin haber efectuado ninguna planificación estratégica. Esta forma de actuar, el autor la define con una expresión acertadísima: dibujar la «diana después del dardo» (p. 215). Este es el gran déficit del museo de ciencia, la falta de planificación estratégica. Esta reivindicación impregna todo el libro. Cuando habla del lenguaje museográfico y de sus características, cuando lo hace sobre la educación museística, si se refiere a la necesidad de aplicar la I+D+i al museo, etcétera. Pero en el capítulo «El museo de ciencia transformador quiere ser sostenible», entra de lleno en ello con una tesis bastante interesante: el museo de ciencia como entidad que se puede —y se debería— gestionar como una entidad del tercer sector con independencia de su estructura y su dependencia orgánica. Esta es una de las grandes aportaciones del libro: una propuesta de gestión estratégica singular que se completa con una visión ciertamente diferente y quizá aún más acertada de la participación ciudadana, de la inclusión y de la proximidad, unas ideas que el autor vincula de un modo bastante original y que rompe esquemas previos.

En resumen, se trata de un libro de lectura imprescindible si se quiere conocer y reflexionar sobre cuál tendría que ser el papel de un museo de ciencia contemporáneo, en una sociedad que Zygmunt Bauman calificó de líquida. Una sociedad postmoderna del siglo XXI, en la que los modelos sólidos del siglo XX ya no sirven. Unos modelos que, en el caso de los museos de ciencia, fueron innovadores hace cincuenta años, pero que seguramente han quedado obsoletos. El autor dice que, en el museo de ciencia, al «prohibido no tocar», la mal entendida interactividad como finalidad y no como medio, se debería añadir el «prohibido no pensar» y «prohibido no sentir». Me atrevo a añadir el «prohibido no hablar». Recomiendo también echar un vistazo a la lista de casi doscientas referencias y recursos: libros, artículos y cibergrafía; se puede encontrar en ellos mucha filosofía, además de material museístico. Estos son los fundamentos de Guillermo Fernández.

Leyendo el libro, he aprendido mucho, lo he disfrutado y me ha hecho pensar. No puede pasar desapercibido.

Consultable en

http://www.elmuseodecienciatransformador.org/

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